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Tribulaciones del devenir argentino

Pedro Messore

En los últimos meses y particularmente los últimos días, la renegociación-reestructuración de la deuda externa ha estado muy presente en la agenda pública. Además de la evidente centralidad de la pandemia de covid-19, existe consenso en que la resolución de la deuda pública ejercería tal rol en forma tajante de darse un escenario de “normalidad”.


Esto es así porque la economía argentina está históricamente vinculada de manera directa al factor externo, especialmente al acceso a las divisas. No solamente vinculada, podríamos agregar, condicionada. Esto es palpable si consideramos gobiernos de diferente raigambre partidaria: para no remontarnos muy atrás, mencionamos desde Perón a Menem, pasando por Frondizi, la última dictadura cívico-militar etc. Han necesitado el acceso a las divisas. Esto se consiguió o intentó por diferentes vías, ya sea por IED, empréstitos, privatizaciones a gran escala, favorables términos de intercambio por mencionar los principales.

Este aspecto de la economía argentina es el que le aporta dicha centralidad al proceso renegociador de la deuda externa actual. La mayoría de los sectores productivos y el gobierno coinciden en la necesidad de resolver la cuestión (recordemos que el gobierno comandado por la vicepresidenta actual intentó un desenlace para la cuestión por la vía de la negociación).

La imposibilidad de acceder al mercado de capitales extranjero, el bajo tamaño del local y la falta de reservas a causa de los episodios de 2018 y 2019 hacen de este proceso, uno urgente.

Sin embargo, este tópico coyuntural lleva implícito otro de carácter estructural: en el caso de concretarse, no sería la primera vez que la Argentina tiene que reestructurar sus compromisos externos. Por mencionar algunos casos recientes, en 1989 se llevo adelante el Plan Brady y entre 2005 y 2010, las renegociaciones a cargo de los gobiernos de Kirchner y Fernández de Kirchner. Por lo tanto, una resolución positiva del conflicto no parece presentar características de “hoy y para siempre” sino, más bien, las de una lógica circular.

En este sentido nos parece que es necesario rediscutir las causas profundas de este desempeño económico. Esto implica desplazar el eje de atención en los calendarios de pagos futuros, lógica que puede tener un parentesco mayor con el cálculo financiero, con lo que no debe opacar el rol de la estructura económica subyacente y esquema de política macroeconómica que puede derivarse de aquella.

El gobierno de Alberto Fernández tiene frente a él los desafíos de modificar el rumbo económico argentino. Como objetivo rutilante se decidió por la resolución del conflicto de la deuda privada. Sin embargo, la consecución de ese objetivo no debe tapar el bosque: se facilitaría el acceso al crédito externo. El quid de la cuestión tiene que ver con cómo se modificará la dinámica de la economía, su comportamiento estructural. Si no se apunta a esto, este episodio será uno más en la dinámica circular mencionada anteriormente.

El reto, entonces, de Alberto Fernández será lidiar con esta realidad y transformarla, habida cuenta que no contará con el espaldarazo del boom de commodities de principios de siglo que gozó el gobierno del que fue jefe de gabinete. Por lo tanto, así como en el horizonte no se avizora un cambio en esta tendencia, el proceso de acumulación en la Argentina presente no parece que vaya a caracterizarse por la lógica de la amplia conciliación de los sectores sociales y productivos.

Entonces, ¿aceptará el gobierno enfrentarse a ciertos sectores en pos de definir una estrategia productiva, un perfil para la Argentina? O de lo contrario, ¿se acomodará en la zona confortable de una hipotética victoria política y postergará los asuntos de fondo? Estos son los interrogantes que se abren en esta nueva etapa.



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