En los
últimos meses y particularmente los últimos días, la
renegociación-reestructuración de la deuda externa ha estado muy presente en la
agenda pública. Además de la evidente centralidad de la pandemia de covid-19, existe
consenso en que la resolución de la deuda pública ejercería tal rol en forma
tajante de darse un escenario de “normalidad”.
Esto es
así porque la economía argentina está históricamente vinculada de manera directa al
factor externo, especialmente al acceso a las divisas. No solamente vinculada,
podríamos agregar, condicionada. Esto es palpable si consideramos gobiernos de
diferente raigambre partidaria: para no remontarnos muy atrás, mencionamos
desde Perón a Menem, pasando por Frondizi, la última dictadura cívico-militar
etc. Han necesitado el acceso a las divisas. Esto se consiguió o intentó por
diferentes vías, ya sea por IED, empréstitos, privatizaciones a gran escala,
favorables términos de intercambio por mencionar los principales.
Este
aspecto de la economía argentina es el que le aporta dicha centralidad al
proceso renegociador de la deuda externa actual. La mayoría de los sectores
productivos y el gobierno coinciden en la necesidad de resolver la cuestión (recordemos
que el gobierno comandado por la vicepresidenta actual intentó un desenlace
para la cuestión por la vía de la negociación).
La
imposibilidad de acceder al mercado de capitales extranjero, el bajo tamaño del
local y la falta de reservas a causa de los episodios de 2018 y 2019 hacen de
este proceso, uno urgente.
Sin
embargo, este tópico coyuntural lleva implícito otro de carácter estructural: en
el caso de concretarse, no sería la primera vez que la Argentina tiene que
reestructurar sus compromisos externos. Por mencionar algunos casos recientes,
en 1989 se llevo adelante el Plan Brady y entre 2005 y 2010, las
renegociaciones a cargo de los gobiernos de Kirchner y Fernández de Kirchner. Por
lo tanto, una resolución positiva del conflicto no parece presentar
características de “hoy y para siempre” sino, más bien, las de una lógica
circular.
En este
sentido nos parece que es necesario rediscutir las causas profundas de este
desempeño económico. Esto implica desplazar el eje de atención en los
calendarios de pagos futuros, lógica que puede tener un parentesco mayor con el
cálculo financiero, con lo que no debe opacar el rol de la estructura económica
subyacente y esquema de política macroeconómica que puede derivarse de aquella.
El
gobierno de Alberto Fernández tiene frente a él los desafíos de modificar el
rumbo económico argentino. Como objetivo rutilante se decidió por la resolución
del conflicto de la deuda privada. Sin embargo, la consecución de ese objetivo
no debe tapar el bosque: se facilitaría el acceso al crédito externo. El quid
de la cuestión tiene que ver con cómo se modificará la dinámica de la economía,
su comportamiento estructural. Si no se apunta a esto, este episodio será uno
más en la dinámica circular mencionada anteriormente.
El
reto, entonces, de Alberto Fernández será lidiar con esta realidad y transformarla,
habida cuenta que no contará con el espaldarazo del boom de commodities de
principios de siglo que gozó el gobierno del que fue jefe de gabinete. Por lo
tanto, así como en el horizonte no se avizora un cambio en esta tendencia, el
proceso de acumulación en la Argentina presente no parece que vaya a
caracterizarse por la lógica de la amplia conciliación de los sectores sociales
y productivos.
Entonces,
¿aceptará el gobierno enfrentarse a ciertos sectores en pos de definir una
estrategia productiva, un perfil para la Argentina? O de lo contrario, ¿se
acomodará en la zona confortable de una hipotética victoria política y
postergará los asuntos de fondo?

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